Mis manos, a veces, no fueron manos. Eran nudillos. Y me gustaban. Me gustaba tocarlos y sentir sus huesos. Huesos perfectos apenas sin carne que vomitar. Eran muñecas empuñadas que me torturaban. Me torturaban y me daban placer al mismo tiempo. Un placer irracional, enfermo, desde las manos. La enfermedad de mis manos que se deslizaban por cuerpos extraños. Para sentir algo, aunque fuese asco.